Ignacio P. es un hombre gris. Un economista de traje oscuro y corbata discreta, un tipo con sus pequeñas rutinas y sus pequeñas rarezas no demasiado extravagantes, como tomar café con tres terrones de azúcar. Un loco de los números, de los índices, de las cifras. Hasta hace bien poco, a Ignacio la mayoría de la gente le ignoraba sin más. Hasta aquel día de 2008 en que alguien entró a los despachos de los informativos donde trabaja, gritando “¡Crisis- crisis- crisis!”, cosa que él ya estaba esperando con la paciencia de un monje budista. Ese día, Ignacio sonrió, fue apenas fue una pequeña mueca, pero su satisfacción era inmensa: llegaba su momento. Pasó de ser un segundón con apenas dos minutos de aparición cada semana, a convertirse en la pieza imprescindible del telediario en pleno prime time. Su rostro comenzó a salir en sesudos –y continuos- debates donde todos esperaban ansiosos su opinión. Y de un día a otro fue, también, el centro de atención de todas las reuniones sociales. Los hombres admiraban su conocimientos de economía y en las mujeres, además de admiración, se veía esa mirada de “qué tipo más interesante”. “Qué gozada, qué deleite” -se decía Ignacio- “todos me saludan en la oficina y en la calle, todos me preguntan y quieren saber qué profundos pensamientos escondo bajo mi calva”.Pero Ignacio el otro día tuvo un gran bajón. Fue cuando se encontró al hombre del tiempo por los pasillos de la cadena. Éste, inquieto, casi en un susurro para que nadie pudiera oírle, le llevó junto a la máquina del café y le dijo: “Ignacio, no te fíes, te están utilizando. Te lo digo yo, que me pasa lo mismo: en verano, con el anticiclón de las Azores, todos me ignoran y en cambio en invierno me convierto en la estrella del canal. Todo el mundo quiere saber si habrá nieve o tiene que sacar el paraguas y mi espacio dura casi 10 minutos en antena. Pero la diferencia es que veranos e inviernos habrá siempre y crisis como ésta… Ay, Ignacio. Prepárate para el día en que acabe. Hoy estás arriba y mañana abajo, es la vida”.
En ese momento, Ignacio se dio cuenta de lo efímero de su éxito. Quemándose el paladar, tomó de un solo sorbo su café con tres terrones y entró en una crisis: una crisis personal.










