Hoy en el cercanías me he dado cuenta de por qué tantas personas estamos enganchados a los emepetreses y diversos aparatos portátiles de música. Porque nos permiten ser dioses a pequeña escala de un mundo privado, único e irrepetible, seres supremos capaces de decidir –al menos por unos minutos- los límites entre el Bien y el Mal, lo que Debe ser y lo que No, la dimensión y elasticidad del Tiempo que transcurre. En nuestras listas de canciones definimos el complejo mapa de ese mundo, una geografía personal de altos y bajos, montañas altas y lejanas, cercanos valles y depresiones donde acunar nuestros sueños, ríos que discurren tranquilos, otros que arrasan llevándoselo todo por delante. Un mundo donde habitan criaturas sonoras hechas a nuestra imagen y semejanza. Seres a los que insertamos en esa lista, un lugar que no comprenden, esperando que hagan algo en él, que busquen su lugar. Como si fuera fácil.Sin saberlo, todos llevamos en el bolsillo un pequeño mundo, una reproducción sonora de nuestros corazones a la que manejamos con la frialdad propia del dios del Antiguo Testamento: “Sacrifica a tus hijos”, “Te fulmino de mi lista”, “Te mandaré la plaga de mi indiferencia, maldita canción”. “Y mañana tras un gran diluvio de iTunes, crearé otro mundo que pueda manejar a mi entero antojo”. Oh, sí.





