Yendo hacia el trabajo, Julia se sorprendió: no recordaba haber visto nunca aquella colina cerca de casa. Una pequeña montañita, sobre la que el ayuntamiento no había tardado en poner un banco y plantar un árbol.
Y es que la formación de la colina no pudo ser más rápida. En su base, permanecía aquella señora obesa que un día cayó en la nieve por un fortuito resbalón y que a la que nadie ayudó a ponerse en pie. La mujer sobre la cual empezó a caer la lluvia, el fango, la tierra, hasta nacer la vida. Aquella señora que era del barrio y ahora era el barrio.
jueves, 24 de diciembre de 2009
jueves, 17 de diciembre de 2009
Detective
El detective privado pidió un café solo en una acogedora cafetería de Manhattan. Y sentado solo en una mesa de dos, se escondió detrás de su periódico para mirar de soslayo a la mujer rubia que discutía con el que presumiblemente era su amante, y al que propinó un sonoro bofetón. Tomó notas de todo lo sucedido en su gastado cuaderno, con su letra de zurdo, pequeña y abigarrada.
Al salir de la cafetería, giró en redondo y siguió a un niño que lloraba porque se le había escapado un gran globo rojo; para, a continuación, seguir la pista de un mimo que ya se había despintado la cara y volvía, taciturno, a su casa sin dejar de farfullar con una extraña voz chillona por las pocas monedas depositadas en su gorra. Y así, hasta bien entrada la noche, el detective siguió incansable con sus pesquisas y anotaciones.
A la mañana siguiente, quedó con su cliente para entregarle todo el material del caso: hojas de su viejo cuaderno, notas sueltas al margen del periódico, unos cuantos mapas y esquemas, cartas rotas. El cliente, nervioso, impaciente, con la mano temblorosa, cogió todo entre sus manos con una emoción incontenida y entregó en un sobre su dinero. El detective se limitó a llevarse su sobre, agachando la cabeza en un gesto humilde, y se fue. Había hecho un gran trabajo: aquel era el mejor material para historias que jamás había obtenido. Su cliente, ese pusilánime y agotado escritor, podría seguir trabajando en la novela; con la que, algún día, ganaría el Pulitzer, sin ponerle siquiera una dedicatoria.
Al salir de la cafetería, giró en redondo y siguió a un niño que lloraba porque se le había escapado un gran globo rojo; para, a continuación, seguir la pista de un mimo que ya se había despintado la cara y volvía, taciturno, a su casa sin dejar de farfullar con una extraña voz chillona por las pocas monedas depositadas en su gorra. Y así, hasta bien entrada la noche, el detective siguió incansable con sus pesquisas y anotaciones.
A la mañana siguiente, quedó con su cliente para entregarle todo el material del caso: hojas de su viejo cuaderno, notas sueltas al margen del periódico, unos cuantos mapas y esquemas, cartas rotas. El cliente, nervioso, impaciente, con la mano temblorosa, cogió todo entre sus manos con una emoción incontenida y entregó en un sobre su dinero. El detective se limitó a llevarse su sobre, agachando la cabeza en un gesto humilde, y se fue. Había hecho un gran trabajo: aquel era el mejor material para historias que jamás había obtenido. Su cliente, ese pusilánime y agotado escritor, podría seguir trabajando en la novela; con la que, algún día, ganaría el Pulitzer, sin ponerle siquiera una dedicatoria.
martes, 8 de diciembre de 2009
La máquina
Echó la moneda. La volvió a echar. Tras varios intentos, la máquina de vending por fin la aceptó. Sandra Lee seleccionó un suculento donut de chocolate pero lo que cayó en su lugar fue una enclenque chocolatina dietética. "¡Será posible, otra vez! ¡La madre que parió a la máquina!", gritó indignada con su voz ceceante, mientras le daba una fuerte patada, y se iba mordisqueando su chocolatina light, sin molestarse en poner otra reclamación más en las hojas amarillas, esas que nadie nunca atendía.
Lo que no sabía Sandra es que aquella máquina no era automática, sino teledirigida. Una cámara de la compañía de seguros de la empresa espiaba los movimientos de los empleados más obesos o con potencial sobrepeso; y mediante un sistema controlado a distancia, les ofrecía “alternativas saludables” a sus peticiones, con el fin de controlar los problemas de colesterol, diabetes y otros que pudieran padecer, y evitar los consecuentes gastos médicos. Un empleado saludable, un problema menos, era el eslogan de la aseguradora. Y lo cumplía, le pesara a quien le pesara.
Lo que no sabía Sandra es que aquella máquina no era automática, sino teledirigida. Una cámara de la compañía de seguros de la empresa espiaba los movimientos de los empleados más obesos o con potencial sobrepeso; y mediante un sistema controlado a distancia, les ofrecía “alternativas saludables” a sus peticiones, con el fin de controlar los problemas de colesterol, diabetes y otros que pudieran padecer, y evitar los consecuentes gastos médicos. Un empleado saludable, un problema menos, era el eslogan de la aseguradora. Y lo cumplía, le pesara a quien le pesara.
jueves, 3 de diciembre de 2009
Sin palabras
De súbito, las palabras dejaron de salirle de la boca, indignadas por ser dichas con tanta ligereza, por ser opinadas sin saber y mezcladas constantemente con gratuitos términos en inglés o palabras vacías como transversal o sinergia. El jefe se quedó sin poder articular ninguna de las chorradas con las que otrora llenaba horas y horas de reuniones.
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