Aquel blog nació en un entorno feliz. Se crió en la abundancia, repleto de hermosas historias, jugando con otros blogs. Se hizo adulto y pasó su etapa más productiva, en la que creó sin descanso cientos de entradas maravillosas e inspiró a nacer a otros blogs, sus hijos en la blogosfera. Se hizo maduro, y luego mayor.El problema fue que al hacerse anciano, algo empezó a fallar. Empezó a olvidarse de muchas de sus historias, mientras que repetía otras una y otra vez, incansablemente, como si no las hubiera contado nunca. Le dio por contar batallitas sobre sus antiguas entradas, exagerándolas notablemente. Empezó a tener manías y a quejarse constantemente de los blogs más jóvenes, cuyo lenguaje y nuevas formas ya no alcanzaba a entender...
Y poco a poco, su ritmo se ralentizó. Cada vez recibía menos visitas, quizá las de algún viejo amigo superviviente o la de un joven blog que le había dedicado una entrada a modo de homenaje, poco más. Así, un día alguien observó que llevaba tiempo sin publicar nada. Había fallecido solo, en el silencio, sin que nadie se diera cuenta. La imagen era dantesca. El blog desprendía un acre olor a relato muerto; y el gatito virtual que tenía en el lado derecho de la pantalla, hambriento y desesperado, había empezado a devorar sus post.



