
Como aquel minúsculo museo de Entomología en Lima, que exhibía cientos de escarabajos clavados con su alfiler como un toro atravesado por el estoque, pero solo muerte, sin fiereza; triste lugar visitado por algún estudiante despistado o una señora que busca refugiarse en un lugar fresco de los rigores del verano y la menopausia. O el museo naval en Rijeca (Croacia); con maquetas de barcos que ya han perdido su color, mostradas tras espesas vitrinas, y que acumula en sus estanterías el olor al polvo de los años y en el aire la soledad de su cuidadora: la menuda viuda de un militar, con la piel ajada por el sufrimiento y la pérdida. O el museo rural en un pueblo perdido de Palencia, con la cuidada reconstrucción de un aula del pueblo -con ese vetusto mapa de España presidiendo la estancia- y que reservaba también una pequeña sala dedicada a las profesiones perdidas de la zona y los aperos de labranza.
En esos lugares, André sentía que el tiempo se detenía en seco, y se podía respirar en su versión más espesa, ser tocado en las formas más diversas: un cuadro apagado o una lámina amarillenta, un animal disecado con la mirada fija, un jarrón de cristal ya sin brillo. Le gustaba entrar en ellos y sentir cómo fuera la vida seguía precipitada, con su incasable trajín, su ir y venir de problemas. Quedarse allí sentado era tomar consciencia de la vida en la más clara ausencia de ella.