viernes, 27 de febrero de 2009

Dioses de un mundo menor

Hoy en el cercanías me he dado cuenta de por qué tantas personas estamos enganchados a los emepetreses y diversos aparatos portátiles de música. Porque nos permiten ser dioses a pequeña escala de un mundo privado, único e irrepetible, seres supremos capaces de decidir –al menos por unos minutos- los límites entre el Bien y el Mal, lo que Debe ser y lo que No, la dimensión y elasticidad del Tiempo que transcurre. En nuestras listas de canciones definimos el complejo mapa de ese mundo, una geografía personal de altos y bajos, montañas altas y lejanas, cercanos valles y depresiones donde acunar nuestros sueños, ríos que discurren tranquilos, otros que arrasan llevándoselo todo por delante. Un mundo donde habitan criaturas sonoras hechas a nuestra imagen y semejanza. Seres a los que insertamos en esa lista, un lugar que no comprenden, esperando que hagan algo en él, que busquen su lugar. Como si fuera fácil.

Sin saberlo, todos llevamos en el bolsillo un pequeño mundo, una reproducción sonora de nuestros corazones a la que manejamos con la frialdad propia del dios del Antiguo Testamento: “Sacrifica a tus hijos”, “Te fulmino de mi lista”, “Te mandaré la plaga de mi indiferencia, maldita canción”. “Y mañana tras un gran diluvio de iTunes, crearé otro mundo que pueda manejar a mi entero antojo”. Oh, sí.

lunes, 23 de febrero de 2009

Relatito ven, misi, misi...

Me vais a perdonar si hace días que no escribo nada. Pero es que tenía un relato ya listo para poner en el blog y resulta que se me ha escapado de casa. Ha sido despistarme un segundo de nada, y voilá, ¡ya no estaba! A lo Houdini.

Es que los relatos son criaturas muy suyas. Seres semisalvajes, que no se dejan domesticar nunca. Jamás. ¡Bajo ningún concepto! Tú no puedes llegar y decirle a un relato: “Relato: quieto” o “Relato: ¡siéntate!” o “Relato: dame la letrita”. Un relato no se deja sobornar con caricias en la barriga ni mucho menos ser paseado con una correa, para que presumas de él en el parque. Sino que, cuando te quieres dar cuenta, ya está por ahí, subido a lo alto de un tejado observando la ciudad para reinventarse a sí mismo o rebuscando en los contenedores de papel para inspirarse con viejas revistas abandonadas. Si sale a la calle a buscar aventuras, ya puedes olvidarte de él; porque él ya se ha olvidado de ti, de tus mimos, de las palabras con las que lo has alimentado.

Así que, finalmente, he desistido de encontrar mi relato. Ya he quitado los carteles que había colgado por todo el barrio y estoy viendo si consigo engatusar a otro ejemplar. No uno de medio pelo sino un verdadero relato con garra.

miércoles, 18 de febrero de 2009

Sobre el abismo

Es duro vivir en el abismo, al límite de la desesperación. Y resulta aún más incómodo porque el abismo, con su corte en pico, tiene una distribución terrible para ser habitado. No hay forma de poner habitaciones decentes en semejante caída al vacío. No hay manera de poner orden, porque las ideas y el ánimo positivo siempre están cayendo hacia abajo, hacia abajo, atraídas por la gravedad (de las situaciones). Para colmo de males, nunca hay paz ni silencio: sus techos altos y anchas paredes hacen que los lloros y lamentos retumben el doble que fuera. Y están, claro, las grietas y los desprendimientos de moral, para los que no hay reforma posible. Una ruina.

Tengo ganas de mudarme y salir de una vez del abismo; definitivamente se está mejor fuera, en campo abierto.

sábado, 14 de febrero de 2009

Mecanismo

Juan trabajaba como mecánico en un taller, pero su verdadera pasión eran las letras. Con mucha paciencia y la ayuda de sus hábiles manos, logró juntar varias de ellas y crear un perfecto engranaje, una frase capaz de emitir un leve rugido, un brum brum de motor de cuatro tiempos, cuando lograba arrancarla.

martes, 10 de febrero de 2009

Imprecisiones

Cuando la luna está llena, nunca nos dicen de qué.

Cuando alguien nos da su palabra, no especifica nunca de cuál se trata.

Cuando nos dicen buenas tardes deberían compartir con nosotros por qué lo son.

Cuando alguien escribe una entrada en un blog, debería decir a dónde lleva (o no).

lunes, 9 de febrero de 2009

Si no queda satisfecho...

Entro en el lustroso centro, voy directa a la sección que me interesa y me dirijo hacia una estirada dependienta para hacer la devolución.

Yo: Buenas... Quisiera devolver mi vida.

Dependienta: (Inquisitiva) ¿Qué le pasa? ¿Tiene algún defecto?

Yo: (pensativa) No, en realidad no…

Dependienta: Y entonces, discúlpeme señorita, no veo el problema.

Yo: Es que es… es un poco, ¿cómo decirlo? Convencional. Quizá tenía que haberme llevado algo más llamativo, más acorde con mi personalidad. Como una de esas vidas de allí, con colores o lentejuelas; no sé, algo más vivo.

Dependienta: Entiendo; dice esas de allí. Bueno, tenemos la Vida del artista, si quiere probársela. Pero le advierto de que no tiene bolsillos. Lo que entra, cae por un agujero.

Yo: (desilusionada) Vaya…

Dependienta: Y tiene la Vida del aventurero, pero está siempre rota, no hay forma de remendarla. Aunque si lo desea, le saco su talla.

Yo: Ups, no sé qué decirle…

Dependienta: Entonces, disculpe mi atrevimiento, ¿por qué dice que su vida está tan mal?…

Yo: No digo que esté mal, es que es un poco rutinaria: casa-trabajo, trabajo-casa, ya sabe… Bueno, ay, ya no sé lo que quiero…

Dependienta: Es normal que atraviese estas etapas, les pasa a todos los clientes. Usted vuelva a llevarse su vida a casa y pruébesela de nuevo. Verá cómo no está tan mal, señorita. Además, siempre la podemos ajustar un poco de sisa, hay arreglillos. Y si aun así no le convence, la vuelve a traer. Nos gusta que nuestros clientes queden satisfechos –dijo la dependienta con una falsa sonrisa elástica-.

Yo: Claro, hay arreglillos.

Dependienta: Por supuesto: siempre puede comprarse un animal de compañía, hacer un viaje exótico, tener un hijo. ¿Ve cómo hay formas de hacer soportable la rutina? -Otra vez la sonrisa-.

Yo: Ya, pero no sé si es la manera…

Antes de que pudiera volver a rebatirla, la dependienta me llevó amablemente hacia las escaleras mecánicas y bajó conmigo hasta la puerta, donde me despidió con un gesto de muñeca propio de una infanta. Y allí me quedé en la calle, con la bolsa de mi vida en la mano. Sí, volveré a probármela; todo sea que no me convenza porque tengo un mal día…

viernes, 6 de febrero de 2009

Los otros de las fotos (y las fotos de los otros)

El otro día estaba mirando en el ordenador una bonita foto donde salimos mi hermana y yo, en un soleado día de Valencia. Bueno, mi hermana, yo... y una señora con un carro de bebé que trataba de escapar, sin éxito, del ávido objetivo de mi madre. Allí quedó plantada la buena mujer con cara de pasmo, su carrito Jané y su bebé, oculto por una mantita, que ni se enteró de que le habían echado una foto. ¡Sonríe, baby!

Y me dio por pensar en todas las fotos de desconocidos en las que habré aparecido yo, o una parte despistada de mí. Un mechón al viento en una terraza de verano, mi mano izquierda sujetando el mapa de una fría ciudad mientras señalo algo con la otra mano, mis pies con sandalias -sin calcetines, eh- en la escalinata de una turística plaza. ¿Dónde estarán ahora todas esas partes diseccionadas? Las imagino en álbumes y ordenadores de gente de lugares tan variopintos y desconocidos para mí como Toronto, Singapur o Lugo. Gente que, como yo, habrá revisado sus fotos pensando: quién **** es esta chica que trata de huir, pero mira este dichoso codo, la madre que... a la del mapita (todo esto espetado en diversos idiomas, incluido el galego).

La verdad, una puede sentirse molesta por haber irrumpido de semejante manera en la vida de otra persona, un total desconocido. Pero si te paras a pensarlo, es otra forma de viajar por el mundo. ¡Puede que haya pisado los cinco continentes y aún no lo sepa! Y es un fantástico consuelo para los que viajamos menos de lo que nos gustaría.

jueves, 5 de febrero de 2009

En defensa de las palabras

Cuando cometemos faltas de ortografía, las palabras se duelen. Retuercen los rabitos de sus letras cuando les amputamos un miembro o cuando les añadimos una protuberancia, el muñón de esa letra de más que no les encaja. Sufren sobremanera cuando las transmutamos cambiando una redonda b por una afilada v, una contundente v por una blanda b de bebé. Sangran por dentro cuando, tras, tras, les clavamos forzadamente, cual estoque, esa tilde que no llevan. Y quedan tocadas de muerte cuando les quitamos la fuerza de su tilde, dejándolas como a un lánguido Sansón sin melena.

Cuando cometemos faltas de ortografía, cometemos una grave falta. No hace falta decirlo.

domingo, 1 de febrero de 2009

En lata

Pedro llevaba sólo unos meses trabajando en la fábrica de conservas en lata. Boquerón, boquerón, sardina, sardina. La cadena de montaje era un lugar maquinal y triste, donde nadie hablaba con nadie, y prevalecía una concentración absoluta sólo interrumpida por los estridentes sonidos que, de cuando en cuando, llegaban del ala derecha de la fábrica. Una misteriosa división de la factoría separada por una gruesa puerta con un letrero de NO PASAR. El lugar donde, se rumoreaba por los pasillos en los descansos, se creaban las famosas “risas enlatadas” de las series de televisión norteamericanas.