martes, 29 de junio de 2010

Museos

A André Müller le gustaba viajar, y ver museos. Pero no cualquier museo. No el Louvre. Ni el British Museum. Ni El Prado. Lo que realmente le gustaba era perderse en los museos más decadentes de las ciudades. Los museos inhóspitos y olvidados.

Como aquel minúsculo museo de Entomología en Lima, que exhibía cientos de escarabajos clavados con su alfiler como un toro atravesado por el estoque, pero solo muerte, sin fiereza; triste lugar visitado por algún estudiante despistado o una señora que busca refugiarse en un lugar fresco de los rigores del verano y la menopausia. O el museo naval en Rijeca (Croacia); con maquetas de barcos que ya han perdido su color, mostradas tras espesas vitrinas, y que acumula en sus estanterías el olor al polvo de los años y en el aire la soledad de su cuidadora: la menuda viuda de un militar, con la piel ajada por el sufrimiento y la pérdida. O el museo rural en un pueblo perdido de Palencia, con la cuidada reconstrucción de un aula del pueblo -con ese vetusto mapa de España presidiendo la estancia- y que reservaba también una pequeña sala dedicada a las profesiones perdidas de la zona y los aperos de labranza.

En esos lugares, André sentía que el tiempo se detenía en seco, y se podía respirar en su versión más espesa, ser tocado en las formas más diversas: un cuadro apagado o una lámina amarillenta, un animal disecado con la mirada fija, un jarrón de cristal ya sin brillo. Le gustaba entrar en ellos y sentir cómo fuera la vida seguía precipitada, con su incasable trajín, su ir y venir de problemas. Quedarse allí sentado era tomar consciencia de la vida en la más clara ausencia de ella.

miércoles, 16 de junio de 2010

Polilla

En el marco de la ventana de la oficina, esta mañana había una polilla. Una polilla muerta.

Una compañera ha dicho que la señora de la limpieza se habría olvidado de quitarla; otra, que la mujer está quemada porque le han dado más que limpiar por el mismo sueldo y que se hace la tonta con pequeños detalles como ese, para dar a entender que no llega con todo. Yo lo que creo es que, en realidad, la señora es una filósofa, que con la polilla ha querido hacernos reflexionar sobre la brevedad de la existencia. Tempus fugit; el tiempo vuela, con pequeñas y peludas alas de insecto.