
Así que, no hubo más remedio, los empleados acabaron creando subespecies para adaptarse y salir adelante.
En las salas cálidas, subidos a las mesas, colgados de las ventanas, o tras las plantas más frondosas de las macetas, se podía observar a los empleados de más bajo extracto, hablando de fútbol y realities, y de ex mujeres de toreros. En las salas más gélidas, gordos jefes de generosas papadas y gruesas capas de grasa corporal y viejas morsas secretarias sobrevivían a zarpazos para llegar a lo más alto de su aislado iceberg.
Por su parte, arrastrados como serpientes, los empleados ambiciosos y advenedizos esperaban pacientemente a sus presas. Otros, menos subterticios, atacaban con sus abiertas mandíbulas a los compañeros indefensos y borreguiles que cruzaban en manadas el pasillo hasta la máquina de café. La lucha no daba tregua, se trataba de la supervivencia laboral. Todo o nada. La vida o la muerte. La oficina o la calle.