
Y es que al levantarse por la mañana sin espejos en los que reconocerse y volver a la realidad, Ángela se quedaba con el rostro de la persona que había soñado que era. El rostro onírico –y con él su personalidad- quedaba, por así decir, adherido al de la joven.
De esta manera, un día se fue al trabajo siendo Napoleón; en una sola mañana organizó a las caóticas filas de becarios y recibió por fin el ascenso que tanto ansiaba. Otro día se levantó siendo una cantante de rock trasnochada, y no recordaba nada de lo que la tarde anterior había preparado para la reunión con el principal cliente de la compañía (ni que decir tiene, perdió de inmediato el ascenso conseguido). Pero el colmo fue cuando se levantó siendo Lady Gaga. No solo porque se presentara con un traje que ella misma hizo con los restos del guiso de ternera del día anterior, sino porque el numerito pseudoerótico que montó con los nuevos socios alemanes en la sala de juntas no le hizo demasiada gracia al director general.
Unos días después, ya en la cola del paro, fue Atila. Y nadie, nadie olvidará ese día.