Primero notó fuertes turbulencias. Todo se tambaleaba. Juan intentó no preocuparse pero, según pasaron los minutos, no pudo evitar ponerse tenso. Se hizo una bola sujetándose la cabeza fuertemente con las manos y quiso rezar, pero de súbito recordó que era ateo: se sintió ridículo. Así que no le quedó otra que apañárselas con su propio miedo, sin esperar mano salvadora alguna.
Iba descendiendo, descendiendo sin remedio, viendo cómo las nubes algodonadas se iban rompiendo a su paso, dejando desordenados y dolorosos jirones blancos a izquierda y derecha. Se aferró entonces al gastado manual de emergencia, buscando soluciones ante la catástrofe. Era inútil, ni siquiera una mayor sensación de control ante la situación podía atenuar su miedo al impacto. Seguía bajando a toda velocidad. El suelo estaba más y más cerca. Y de pronto, ¡tron! trococrocrotot… el impacto del aterrizaje forzoso contra el suelo, la frenada desequilibrada, y un fussssss, ese deslizarse por la pista sin saber dónde demonios podría terminar. Con un poco de suerte, todo iba a acabar bien. Juan tenía todo en su sitio aunque estaba magullado y muerto de terror.
Nunca una vuelta a la realidad tras las vacaciones le había parecido tan dura.