
Hasta que una cálida mañana de domingo, mientras desayunaba su café y leía el periódico, el autor se paró a reflexionar sobre el lado oscuro de la profesión. En toda la gente enganchada a sus libros que se quedaba leyendo hasta altas horas de la noche y llegaba agotada a los trabajos, ganándose las reprimendas de sus hastiados jefes. En aquellos que se torcían un pie en el metro por no apartar el libro de sus ojos. En todas las noches de sexo que tantas parejas habían perdido porque uno de ellos no podía abandonar la lectura de su último libro. ¿Cuántos bebés permanecerán en el limbo a causa de mis novelas?, se preguntó. Y perplejo por todo el mal que ocasionaba al mundo, decidió dejar de escribir para siempre.
El ya anciano novelista no se percató de las consecuencias de su radical decisión. No cogió jamás el teléfono de su agente. Ignoró el ruido mediático ocasionado en webs, blogs y foros en Internet y no se molestó en leer las cientos de cartas que inundaban su buzón, en las que sus lectores le pedían, le rogaban, una nueva entrega de sus aventuras. Ante ese desconocimiento, y con la certeza de haber dejado de producir tantos males, José María Rebollo falleció plácidamente en su domicilio de Barcelona. "La ética se ha impuesto al ego", rezaba la nota que sostenía entre sus arrugados dedos.