
La verdad es que, una vez hecha a la idea, no lo llevó mal. Y es que era una chica muy positiva. Adaptó su apartamento a su nueva altura, poniendo los cajones más bajos, y hasta se hizo una segunda planta para aprovechar mejor la distancia hasta el techo: ¡por fin tenía un auténtico duplex! Lo que peor llevaba era la relación con sus amigos. No es que sólo pudiera hablarles a la entrepierna -en los mejores casos al ombligo-, es que para colmo la usaban para apoyarse cuando no encontraban mesita en los bares. Desde allí abajo las conversaciones le resultaban difíciles de seguir y, muy a su pesar, Lidia acabó convirtiéndose en un ser solitario...
Y para encontrar novio también lo tuvo difícil. Hasta que conoció a Marcos, un chico muy, muy pequeño con el que encajó… en todos los sentidos. Desde el primer momento fueron inseparables: cuando se abrazaban, se acoplaban a la perfección, como dos piezas de Tetris (ella como la pieza con forma de ele y él como el cuadrito).
Mucho después, tras años y años de tan cercano y unido matrimonio, Lidia enviudó. Compró un espacio en el pequeño cementerio del pueblo y encargó dos ataúdes, con la forma de cada uno. Así, cuando a ella le llegara su momento, podrían juntarlos para descansar tan unidos como habían pasado la vida entera.