El detective privado pidió un café solo en una acogedora cafetería de Manhattan. Y sentado solo en una mesa de dos, se escondió detrás de su periódico para mirar de soslayo a la mujer rubia que discutía con el que presumiblemente era su amante, y al que propinó un sonoro bofetón. Tomó notas de todo lo sucedido en su gastado cuaderno, con su letra de zurdo, pequeña y abigarrada.
Al salir de la cafetería, giró en redondo y siguió a un niño que lloraba porque se le había escapado un gran globo rojo; para, a continuación, seguir la pista de un mimo que ya se había despintado la cara y volvía, taciturno, a su casa sin dejar de farfullar con una extraña voz chillona por las pocas monedas depositadas en su gorra. Y así, hasta bien entrada la noche, el detective siguió incansable con sus pesquisas y anotaciones.
A la mañana siguiente, quedó con su cliente para entregarle todo el material del caso: hojas de su viejo cuaderno, notas sueltas al margen del periódico, unos cuantos mapas y esquemas, cartas rotas. El cliente, nervioso, impaciente, con la mano temblorosa, cogió todo entre sus manos con una emoción incontenida y entregó en un sobre su dinero. El detective se limitó a llevarse su sobre, agachando la cabeza en un gesto humilde, y se fue. Había hecho un gran trabajo: aquel era el mejor material para historias que jamás había obtenido. Su cliente, ese pusilánime y agotado escritor, podría seguir trabajando en la novela;
con la que, algún día, ganaría el Pulitzer, sin ponerle siquiera una dedicatoria.